La idea de volver a Malvinas la tuve desde que me dieron la baja en octubre de 1982.Lo imaginé de mil maneras. Tantos años después, lo que más molesta y duele es tener que entrar como un extranjero. Pero pasaban los años y quería cumplir lo que había prometido. Hablé con otros veteranos que habían viajado y contacté a una agencia de viaje.
Cuando iba llegando, empezó la desesperación. Miraba la distancia a la que estábamos del destino, y esperaba el momento en que aparecieran las islas. Cuando las pude descifrar, me colmó el cuerpo un escalofrío. El avión aterrizó y me encontré con soldados ingleses, algunos con perros. Uno de los que fue en el avión comenzó a sacar fotos y con dos gritos lo desalentaron. Era zona militar.
Todas las banderas estaban permitidas, menos la argentina. No sabía ni donde estaba parado, no era el mismo lugar que conocía. Busqué referencias para orientarme. Tomamos un taxi para ir hasta el hotel. Miraba el paisaje tratando de reconocerlo. Y pasamos enfrente de monte Williams. Entonces comprendí que estábamos recorriendo el antiguo camino que por el que había andado.
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A Malvinas llegamos el 8 de abril. Después de varios días en Puerto Argentino, nos dieron el destino final. Saliendo hacia la zona de los montes, primero esta Supper Hills y luego monte Williams. Estábamos con misiles antitanque, frente al mar, en una zona donde posiblemente desembarcarían los ingleses.
Yo era abastecedor de misiles, eran filoguiados. Habíamos ganado altura, con perspectiva para visualizarlos. El tiempo transcurrió esperando al invasor. Al final, lo que más recuerdo son los ruidos. La aproximación del enemigo. El combate nocturno fue algo que me llamó poderosamente la atención. Con las bengalas y explosiones, parecía de día. Era un solo ruido el de las armas.
Durante las noches, nos repartíamos las guardias. La noche anterior al repliegue, empezó a nevar y nos agarró a la intemperie. No nos podíamos levantar porque era riesgoso y no teníamos trinchera para parapetarnos. Nos quedamos tirados cuerpos a tierra.
Los últimos días fueron los más complicados. Se habían multiplicado los ataques. Resistíamos como podíamos. Hasta que llegó la orden de replegarnos. Los morteros no dejaban de sonar. El fuego naval era incesante. Primero era diurno. Después pasó a ser nocturno. Ya nadie dormía.
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El cañón, un sonido seco, el silbido y, al final, la explosión. Todas las noches esperábamos el bombardeo. Corríamos buscando refugio. Cuando las bombas impactaban, esperábamos que las piedras que saltaban no nos golpearan. Los truenos de las tormentas me llevan a pensar en ese momento.
A la distancia, se podía ver el fogonazo desde los barcos. Aprendí a diferenciar cuando la bomba caería por delante o por detrás de nosotros. En un momento, en medio de los bombardeos, nos dieron granadas y nos instruyeron cómo usarla. No lo habíamos visto en el entrenamiento. Nos sorprendíamos de cómo estallaban.
Teníamos que caminar mil metros para buscar la comida. En esa zona, detrás del monte, estaba la cocina. Cuando llegábamos, éramos los últimos o los primeros. Nunca había gran cantidad de soldados. Los primeros días íbamos a buscarlo sin llevar casco o fusil. Era buscar la comida y nada más. Después del primero de mayo, nos dimos cuenta que era otra la situación.
El día a día era cargar piedras, colocarles barro, construir, fortalecer lo que habíamos hecho, esperar. Intentar descifrar los sonidos. Nos decían que habían entrado comandos ingleses o habían bajado en un helicóptero observador. Ya íbamos relojeando a los costados para ver si en algún momento aparecía alguien.
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Un día, un cabo me dijo que pasaríamos por las posiciones a juntar todo lo necesario para retirarnos. Pensamos primero en la comida, porque nadie sabía que podía pasar. Pusimos alimentos envasados y corrimos. Nos tiraban con morteros. Los ríos secos estaban cubiertos de nieve y era difícil mantener el equilibro.
Fueron muchos kilómetros hasta Supper Hills. Ahí nos encontramos con nuestros compañeros de la Compañía antitanque, con los que nos habíamos separado al principio. En el aeropuerto, como prisioneros, tuvimos que armar nuestros refugios, porque no sabíamos cuando iba a durar.
Nos decían que en la Argentina nos mandarían a un campo de concentración. Con los cabos que nos reencontramos, nos juntamos e hicimos una covacha. Estuvimos una semana hasta que nos volvieron a Puerto Argentina.
Nos pusieron a hacer diferentes tareas. En un momento nos suben a una barcaza, nos llevan mar adentro al Almirante Irizar y, al día siguiente, llegamos a Ushuaia. A la base descendimos de noche, igual a como salimos. Estaban solo los que hacían guardia. Nosotros traíamos nada más que lo puesto.
Ilustró: Tavo Clement