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Crisis en Rosario: ¿Quién impone la autoridad?

(PR/Lucas Paulinovich) En los últimos días, la violencia en Rosario alcanzó un nuevo cenit. La secuencia de desafíos criminales incluyó la balacera contra un móvil del servicio penitenciario, el asesinato de dos chóferes de taxi y un colectivero, y el fusilamiento de un playero de una estación de servicio captado por las cámaras de seguridad.

El gobierno provincial y el nacional reaccionaron con una conferencia de prensa donde anunciaron el envío de más efectivos federales, convocaron el apoyo logístico de las Fuerzas Armadas y dispusieron una serie de medidas que apuntan a endurecer las condiciones de persecución. Pero el despliegue macabro no se detuvo. En las horas siguientes, con una ciudad vacía y aterrada, continuaron las amenazas.

Los hechos recientes se leyeron como una respuesta a la difusión de imágenes de las cárceles santafesinas con internos verdugueados en una réplica absurda de las escenas que el gobierno de El Salvador dio a conocer al mundo. Pero la imitación respondió más a criterios de la comunicación política que al de las políticas de seguridad.

La ceremonia de humillación es una instancia final de una serie de acciones. Sirve para representar el poder recobrado por la fuerza estatal. En este caso, se hizo de forma precoz y aislada. El resultado no puede haber sido peor. Y si el gobernador y el ministro de Seguridad no midieron los efectos, o se trató de una impericia grave, o peor aún, de un cálculo político que expuso a toda la población.

Del sustismo al terrorismo

En mayo de 2022, junto a Marcos Mizzi, escribimos una nota para Uganda donde hablábamos del elefante en la habitación de la política rosarina: la crisis del susto. Más que la corrupción policial, la penetración del delito en las instituciones, el lavado de activos y los empresarios que nunca pagan o la perversidad incurable de los bandidos, el problema era que nadie controlaba a nadie.

El monopolio de la violencia se subastaba. Y las pujas las empezaron a ganar los pequeños inversores. La fragmentación y rusticidad le daban flexibilidad para extorsionar, meter miedo con balaceras o mandar mensajes a bandas rivales a través de muertos. A esa etapa del desarrollo la llamamos sustismo. Era un hermano menor del terrorismo. Una criminalidad de cabotaje, sin estructuras complejas ni grandes capos transnacionales, pero con capacidad para hacer que la vida no pueda ser vivida con tranquilidad.

En julio de ese año fueron baleadas dos mujeres que esperaban el colectivo en una parada. Una de ellas, la madre, murió en el acto, la hija peleó por su vida durante más de 60 días. Más tarde se supo que el tiroteo al azar fue intencional: salieron a tirar y matar para intimidar. En febrero de 2023, un auto levantó en la calle a un músico que volvía de un ensayo, lo llevaron hasta la cancha de Newells, lo mataron y dejaron el cuerpo con un mensaje para otra banda. Este otro caso abrió una nueva fase: la utilización de muertes inocentes como mensaje. El susto comenzaba a mutar en terror.

Con los asesinatos de los últimos días, ya no es violencia mafiosa entre bandas, sino un ataque contra la sociedad para desafiar a la autoridad estatal. El grado de coordinación aún resta comprobarse. Las bandas desafían directamente al gobierno y se anuncia un principio de unidad que va desde el uso de estrategias jurídicas que comprenden a los derechos humanos como instrumento, hasta principios políticos con una lógica de hermandad criminal que se asemeja a la experiencia de bandas criminales de países cercanos que surgieron como movimientos reivindicativos.

Las armas del gobierno

La venta de drogas al menudeo ocupa un lugar dentro de una serie de negocios ilegales que tienen como eje la violencia para la obtención de rentabilidad. Las de Rosario son bandas formadas en el paso de las rutas globales del narcotráfico con relativa autonomía en negocios criminales de pequeña escala, con precariedad estructural y un insumo central en la violencia.

Esto quiere decir que las características del conflicto y de los actores involucrados no tiene la complejidad ni la intensidad suficiente que el marco legal vigente exige como para ser una amenaza a los valores y objetivos que deben custodiar las Fuerzas Armadas. Son dos ámbitos muy distintos de actuación que implican diferentes visiones, adiestramientos, armamento, equipamiento, entrenamiento y doctrinas.

La denuncia a una supuesta narcopolicía deforma e implica riesgos: si el gobierno no la controla porque está subordinada a las bandas criminales, no puede imponer el monopolio de la fuerza. Eso quiere decir que existe una fuerza armada que se desnaturalizó y se subleva ante el gobierno. Si esto fuera así, estaríamos ante una situación anómica de una gravedad mayor que pone en crisis el Estado de derecho. Lo que queda bien en el discurso, bajado a tierra, se vuelve problemático.

Tomar decisiones, afrontar los costos

Los costos para la sociedad son múltiples, materiales y espirituales. Son gastos que lejos de entrar en un plan de ajuste, se incrementan sistemáticamente: de seguridad pública y privada, de hospitales, de cementerios, de tratamientos para superar los traumas, de pérdida de empleos, de cierres de comercios, de ingresos no percibidos y vidas productivas que se echan a perder.

De algún modo, pasa algo parecido al programa para bajar la inflación. Si Caputo mide cuánto consumo y bienestar la gente es capaz de resignar para ganar la previsibilidad futura de una inflación baja, en Rosario se pondrá a prueba cuántas garantías constitucionales son capaces de resignar los rosarinos para lograr la pacificación de la ciudad.

La tarea de los gobiernos provincial y municipal será la contención social que haga menos difícil la situación para las familias de la ciudad. La política tiene que asumir sus responsabilidades y prever los mecanismos para evitar y sancionar los atropellos y amortiguar el impacto comunitario. Con los barrios abandonados a la buena de Dios, las medidas desesperadas sólo van a empeorar la situación. Y nadie quiere más sufrimiento.

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