(PUEBLO Regional octubre, 2 da edición, por Lucas Paulinovich)
La propuesta llegó como una alternativa, pero el objetivo era otro: Karla había llegado a la oficina de Benjamín Gianetti para consultarlo acerca de la nueva moratoria previsional. Karla, hasta ese momento, legalmente era Carlos, y como tenía 63 años, no podía entrar en el beneficio de la jubilación. “¿Por qué no haces el cambio de identidad?”, le plantea el abogado. La existencia de Carlos quedaba reducida a los papeles: para todos era Karla. Arrastrar el nombre de varón, en definitiva, era un peso inútil, un motivo para la discriminación y una formalidad que entorpecía el acceso a un derecho.
“No hubo ningún prejuicio. Es alguien con ascendencia en la sociedad. La mayoría de los casos que los otros abogados no le dan bola porque están en otra vorágine, con casos que den más guita, terminan conmigo”, dice Gianetti. El cambio de identidad de Karla es uno de los pocos casos que se dieron en el departamento General López y contribuye a romper la secuencia de marginalización en la que se hunde a todos aquellos que son distintos, que no se amoldan a las reglas básicas del deber ser establecido.
En octubre de 2014 comenzaron los trámites para realizar el cambio de identidad. La partida, ya confirmada, todavía no llegó. La ansiedad, con esa noticia, disminuyó: la fecha límite para la moratoria es septiembre de 2016, y el correr del tiempo sin novedades hacía suponer que no se iba a alcanzar el objetivo. En el medio quedó el vacío de información y la indiferencia del registro civil local.
Ante la falta de certezas y avances, el abogado decidió llamar a la Secretaría de Derechos Humanos de Buenos Aires. Le contestaron enseguida y se pusieron a trabajar, cursaron un informe al Registro Civil de Santa Fe para anoticiarlo y en unas semanas la gestión se motorizó. Karla empezaba el camino por el reconocimiento legal de quién era, entraba a ese lugar donde nunca antes había estado del todo.
La ley y las vidas
En mayo de 2012 se sancionó la Ley de identidad de género. A partir de ese momento, cualquier persona es libre de decidir sobre sí mismo, ya nadie tiene que quedar preso de su propio cuerpo, arrinconado por una identidad en la que no se reconoce, que le viene de afuera como un lastre a remolcar. Ninguno está obligado a vivir una vida que no le pertenece, ser portador de un documento que no lo identifica. Con la nueva legislación, fue posible optar por el cambio de nombre, modificar el registro legal, dejar sentado en el papel quién es uno según lo que siente y desea.
No hace falta haber sido intervenido quirúrgicamente. No se trata solo de rasgos anatómicos. No todo puede reducirse a su dimensión mínima y manejable. Con el cambio de identidad, se conservan todos los derechos, y se suman aquellos típicos del género. Es una ampliación de oportunidades, una formalización de una situación de hecho.
Una vez que el cambio de identidad está hecho, la ley exige a las obras sociales prestar cobertura para las operaciones a partir de la cartilla de médicos obligatorios. Es un trámite legal y administrativo que se desdobla en todas las instancias de la vida y va limando las solidificaciones de discriminaciones y desigualdades que se instalan e institucionalizan. Otra vez, poder entrar. Los prejuicios cotidianos, las diferencias del trato diario, terminan endurecidas en instituciones excluyentes. En este caso, el movimiento es el inverso: desde la ley se baja un principio ampliatorio, una regla de igualdad que facilita la incorporación de las minorías apartadas de los cánones de normalidad.
Un cambio tan significativo como ser reconocido e incluido empieza con ese trámite: llenar un formulario de solicitud y elegir el nombre. Después se lo envía al lugar de nacimiento y se modifica la partida. Es gratuito y no hacen falta intermediarios ni gestores. Cuando la partida se rectifica y se confecciona el nuevo documento, la vida comienza a ser otra. Hay algo de liberación en esa decisión de cambiar los datos de una planilla.
“La decisión fue porque de toda mi vida fui así como soy”, dice Karla. Lo dice y se ríe, porque sabe lo que hay por fuera de la frase. Conoce perfectamente esos ecos que rebotan con sus palabras. Llegó a Wheelwright en 1974. Ser homosexual en un pueblo era una decisión riesgosa. “Me aguanté todo lo que me decían. Y ahora me reconocen y me aceptan como soy –cuenta-. Decidí cambiarme de nombre, no para que me digan Karla, me da igual eso, pero como ahora hay un beneficio, para poder acceder a la jubilación y esos derechos”.
Nació como Carlos hace 63 años, en Munro, en el partido de Vicente López. El registro civil donde estaba su partida de nacimiento se prendió fuego, por eso hubo que ir hasta La Plata para acceder al documento y poder iniciar el cambio de identidad. Eso hizo que el proceso tardara más de lo habitual.
Karla casi no habla de su pasado en Buenos Aires, como si ese fuego también le restara importancia a esa historia en el presente. “Cuando estábamos llenando las planillas le pregunté el nombre del padre y tuvo que pensarlo para acordarse”, recupera Gianetti. Karla se crio con su abuela. En esos años, empezaba a despuntar el oficio de la peluquería, que ahora se convirtió en una de sus actividades laborales. Por la mañana trabaja en el comercio de un amigo y a la tarde atiende a sus clientes, que son en su mayoría los vecinos del barrio. “Empecé con la peluquería de chica, con mis parientes, haciendo algunos asesinatos hasta que aprendí. Ahora ya tengo mucha práctica. Mis clientes son muy humildes, todos mis vecinos”, bromea. Los chistes son una constante, cada dos o tres comentarios, Karla desliza una de esas bromas exorcizantes que distienden la conversación. Es posiblemente uno de los antídotos ante la adversidad de los que se resisten a aceptar las diferencias.
“Hace poco empecé a travestirme. Me decían Karla, señora, y no estaba ni pintada ni maquillada ni tenía pechos, así que ahí decidí”, describe el momento en que decidió adecuar su vestimenta a lo que le pasaba a su cuerpo. Todos nacemos desnudos, en definitiva, lo demás es todo travestismo. Solo que algunas elecciones cargan con estigmas. Karla, desde el momento que decidió vestirse como mujer, salió a la calle y caminó convencida de lo que era. Ahora, la ley avala su decisión. “No hubo comentarios sobre el tema. Mis amigas estaban muy contentas. Me aconsejan. Para mí es lo mismo, quiero tener el nombre para acceder a esos derechos. No cambia demasiado en mi vida, es más una cuestión administrativa. A esta altura, me da igual. Esto es un pueblo, acá hay de todo”.
“Cuando recién vine era distinto, ahora está todo más liberal. Pasé de todo. Llegaron a inventar que tenía SIDA, tuve que ir a la radio, me querían encerrar un poco más. De eso hace treinta años y todavía no me he muerto. Imagínate si he tenido discriminación. Ahora te respetan mucho más, ya estoy grande”. Esa decisión de vida, en un contexto hostil, implica una alta dosis de coraje y valentía. La historia y las comunidades que la viven suelen ir llegando tarde a los cambios que se producen. “La discriminación no es tanto ahora, se ve en la televisión, la gente se está adaptando. Los que se asustan más son la gente grande. Los más chicos no, te charlan, todo bien. Antes el único que andaba por la calle era yo, porque no escondía lo que soy”, comenta.
La cuestión laboral es uno de los principales inconvenientes que deben enfrentar las minorías sexuales. El acceso al trabajo impone barreras de prejuicio a veces infranqueables. “Un tiempo atrás, cuando estaba la fábrica, todos entraban a trabajar y yo nunca, a pesar que me anotaba y tenía conocidos. Un día me llamaron para hablar a la oficina, y me hacían esperar, vino una persona, me miró y me dijo que vuelva al otro día. Yo sobreviví porque soy peluquera. Nunca tuve que prostituirme. Y ahora de grande estoy trabajando y por eso decidí esto para poder jubilarme”, relata.
La decisión del cambio de identidad, además de un reconocimiento humano de la libertad para elegir, implica una ampliación de derechos. Estar al margen no solo acarrea las consecuencias de la exclusión y el desprecio social, sino la indiferencia de los servicios y oportunidades del estado, la extrañeza para con todo lo institucional. Asumirse, con eso, es algo más que dejar de lado el papel de paria que la sociedad le asigna: es pasar a ser un sujeto de derechos. “Al margen de la cuestión política, hay que reconocer que el Gobierno puso en la mesa de discusión algunos temas que antes eran tabú. Más allá de la opinión de cada uno con estos avances, el matrimonio igualitario, la identidad de género, el cupo laboral para travestis, son cuestiones innegables, se puso en un proceso de discusión que antes estaban en un cofre que parecía que no se podía hablar”, sintetiza Gianetti.