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El último lechero: a los 87 años, con un carro sigue la tradición de un viejo oficio

“El sueño mío fue siempre trabajar de lechero. Si me muriese y tuviera la oportunidad de resucitar, elegiría esto una y otra vez”, dice orgulloso Víctor “Cholo” Corridoni, de 87 años y con más de 55 en el oficio.

En Sierras Bayas, en un pueblo de 6000 habitantes del partido bonaerense de Olavarría, hace frío y, de a ratos llovizna. Sin embargo, al “Cholo” nada parece detenerlo. Es que lleva toda una vida con su carro repartiendo leche a los vecinos del pueblo desde su tambo Don Nazareno, llamado así en honor a su padre, fallecido hace largo tiempo. De a poco, detrás de las sierras, comienza a clarear.

“Cuando tenía siete años mi padre murió y mi madre vendió las pocas cosas que tenía y se fue a trabajar a Olavarría, dejándome al cuidado de mis abuelos en el campo. Fue mi abuelo Santiago, un inmigrante italiano, el que me enseñó a arar, a hacer la huerta y cosechar, a amar el campo y los animales. Me acuerdo cuando cargábamos los cajones de verduras en el carro y salíamos a vender nuestra producción al pueblo. Daría lo que fuere por tener a mi abuelo de vuelta conmigo, parado frente a mí”, cuenta

A un recuerda detalles de su infancia. “Solo pude ir hasta 3º grado porque mi madre había alquilado un rancho cerca de una cantera y me vino a buscar. Para ayudarla dejé la escuela y salí a vender agua, con la ayuda de mi tío que me regaló un barril y una yegua. No había agua corriente y era algo que escaseaba en la zona. Así empecé a trabajar de aguatero hasta que cumplí 15 años”, relata.

Un día, un tambero de la zona le ofreció un trabajo: que le ayude a repartir leche en un carro. En ese momento, descubrió que ese sería el oficio de su vida. Todo marchaba sobre rieles pero una tarde, después de terminar el reparto y al llegar a su casa, su madre le dijo que su tío José le había conseguido un empleo en la fábrica de cemento de la zona y que debía dejar el tambo.

“Me dijo que el de la fábrica era un mejor trabajo pero yo no lo entendía así. Lloraba de bronca porque yo amaba lo que hacía, andar en el carro por las calles, hablar con los vecinos, repartiendo leche: era lo mejor que me había pasado en mi corta vida. Le tuve que avisar a mi patrón que no iba a poder seguir de lechero. El día que entré a la fábrica sentí que había perdido mi libertad, de estar al aire libre, me sentía encerrado. Eso no era para mí”, describe.

Tiempo después, a la vuelta de cumplir el servicio militar, el “Cholo” le propuso a su madre, que era buena cocinera, alquilar un local para poner un restaurante para todos los obreros de la fábrica de cemento que no paraba de crecer en la zona. Era una buena oportunidad y así fue: “Fue un proyecto muy lindo porque allí, en ese lugar conocí a Elida Esther, que después se convertiría en mi señora”.

Pasaron los años y ya era tiempo de ponerle fin al emprendimiento gastronómico y comenzar otro desafío. Con los ahorros compró un carro de reparto de soda, dos yeguas (una alazana y una tordilla negra) y volvió a su oficio de repartidor, esta vez de soda: “Al enterarse mi primer patrón que tenía un carro propio enseguida me propuso si quería también repartir leche”.

Con mucha valentía y tesón, construyó el galpón de ordeñe y los corrales. Se levantaba a las 2 de la mañana para ordeñar la docena de vacas que tenía y aprontaba los tarros en el carro. Además, para cumplir con los pedidos de la gente, compraba leche a otros tambos vecinos: “Al principio y por muchos años, ordeñaba a mano. De tanto ordeñar, ahora la mano derecha la tengo prácticamente dormida, con decir que no me puedo abrochar los botones de la camisa. Con el tiempo pude comprar una ordeñadora automática y ahí cambiaron y se alivianaron las cosas para mí”.

En algunos tiempos llegó a repartir hasta 750 litros por día, en tarros de 50 litros. Tras la pandemia en el 2020, su vida cambió y pasó a ser más pausada y serena. Hoy, es uno de sus nietos quien tomó las riendas de los repartos. Con el mismo carro de hace más de medio siglo, sigue recorriendo las mismas calles de tierra del pueblo. Los vecinos ya lo esperan en la vereda, al oir a lo lejos el sonido de la campanita que tiene atada al carro, anunciando que está llegando el “Cholito”.

“Fueron momentos de mucho sacrificio y esfuerzo. Pero feliz de poder hacer lo que siempre quise. Pero sobre todo, con este trabajo pude criar y darle estudio a mis cuatro hijos, a mis 11 nietos y a mis nueve bisnietos. Eso me llena de orgullo”, finaliza.

 

 

 

Fuente: La Nacion

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