Diana Sacco es nacida en Venado Tuerto, es médica y forma parte de un grupo de profesionales de la salud que en Rosario desempeñan una enorme enorme tarea. En el día de hoy en el diario La Capital salió publicado este articulo que compartimos.
La historia, dicen, empezó en las primeras semanas del aislamiento social obligatorio impuesto por la pandemia de coronavirus. Alguien entró corriendo al centro de salud Ceferino Namuncurá para avisar que un vecino se había descompuesto en su casa. Los médicos encontraron al hombre desvanecido, sudoroso, con las manos frías. Sus familiares le dijeron que era diabético y llevaba varios días sin comer, porque en la casa el alimento era poco y se destinaba a los niños.
Ese mismo día, el equipo del centro de salud volvió a esa casa del barrio Stella Maris, en el lejano noroeste de la ciudad. Además de sus botiquines, llevaron dos bolsones con leche en polvo, yerba, aceite, azúcar, harina y otros productos; salvavidas con los que el Estado salió a asistir a los más castigados por el confinamiento.
“La condición de la familia mejoró, pero nuestro paciente podía comer muy pocas cosas de las que teníamos en esa caja, llena de hidratos y azúcares”, recuerdan seis meses después Diana Sacco y Noelia Jacques. Ambas son médicas residentes del centro de salud, muy jóvenes, feministas y, en plena pandemia, armaron una verdadera red entre vecinos e instituciones del barrio que prepara comidas saludables para las personas diabéticas. Desde entonces, los vecinos las conocen como “las chicas de las viandas”.
“En cualquier estrategia terapéutica, la comida es tan importante como la alimentación”, señalan las médicas. En las personas con diabetes la premisa se cumple al pie de la letra. Las rutinas diarias son fundamentales a la hora de mantener a raya los niveles de azúcar en sangre, sobre todo una buena alimentación y el ejercicio físico.
Con la pandemia instalada en la ciudad, estos pacientes (considerados un grupo vulnerable frente al Covid-19) quedaron confinadas en sus casas, con poca posibilidad de moverse y, en muchos casos, también sin ingresos. Para terminar de empeorar el panorama, el precio de la carne, la fruta y las verduras, creció al compás de la crisis sanitaria.
Había que hacer algo. Y ese algo fueron las bandejas prolijamente envasadas, con porciones idénticas de carne y verduras, de todos los colores, deliciosas, que, desde hace seis meses, Sacco y Jaques reparten “a domicilio” todos los lunes, miércoles y viernes.
Las imprescindibles
Entre los médicos, las formas en que se organiza la atención de la salud generan todo un debate. Hay dos modelos: el hospitalocéntrico, donde los recursos se organizan en torno a la atención hospitalaria, y el de la atención primaria, con los pies en los territorios. El primero se ocupa de reparar la salud, el segundo de mantenerla.
El centro de salud Ceferino Namuncurá es uno de los 50 centros de salud municipales que en plena pandemia asumieron la tarea de cuidar a la población. A partir de marzo, sus médicos y enfermeros salieron a vacunar y repartir casa por casa la medicación de los pacientes de riesgo. El mes pasado, cuando las cifras de contagio se dispararon, comenzaron a hacer hisopados.
Al comienzo de la pandemia, destinaron un consultorio para atender a pacientes con síntomas parecidos a los de coronavirus. Ahora son dos y esta semana colocaron en la puerta un container que se habilitará como consultorio móvil si es necesario.
“Cuando se habla de Covid-19, todos hablan de camas críticas de hospitales y de respiradores. Eso me enferma”, señala sin vueltas la directora del Ceferino Namuncurá, Andrea Montaner, y destaca que la tarea “esencial” en esta pandemia es prevenir que la gente llegue al hospital.
Las paredes de la pequeña habitación que usa como oficina están completamente cubiertas de carpetas de cartulinas de colores pastel, rosas, amarillas o celestes. Cada una tiene un número y guarda las historias clínicas de familiares de los usuarios del centro de salud. Unas 9 mil personas, de acuerdo al censo del 2010.
El recorrido
El barrio Stella Maris empieza al norte de Fisherton, donde se pierde la elegancia del tradicional barrio de centenarias casas inglesas construidas para los gerentes del ferrocarril.
Cuando empezaron a hacer su residencia en el centro de salud, Sacco y Jacques conocían poco y nada el barrio. Diez meses después, le tienen el tiempo no sólo a las principales calles que lo cruzan, sino también a los pasillos de sus zonas más pobres.
Tres veces por semana, recorren gran parte del barrio para acercarles el almuerzo a los 20 pacientes diabéticos, insulinodependientes, que no tienen otra forma de acceder a comida de calidad.
Sacco y Jacques, «las chicas de las viandas», impulsaron y sostienen el proyecto convencidas de que “toda persona tiene derecho a una alimentación digna y singular de acuerdo a sus necesidades”, dicen mientras se acomodan en el asiento de atrás del móvil del centro de salud.
Es mediodía, el calor pega fuerte y los barbijos y las máscaras de protección quitan el aire, pero ellas sonríen. También se ríen cuando llueve y las calles de tierra se vuelven resbaladizas y las botas se entierran en el barro obligándolas a seguir caminando en medias para que ninguno de sus pacientes quede sin comer.
“Estamos re manija con este proyecto”, explica Sacco y Jacques suma que ya están pensando cómo van a hacer para sostenerlo el año próximo cuando el cursado de la residencia las lleve a la guardia de algún hospital. “Vamos a pedir que nos dejen libres los días que repartimos las viandas”, proponen.
Un listado “de memoria”
Cuando presentaron su proyecto de entregar menúes diferentes para pacientes especialmente vulnerables en esta pandemia, las médicas les pidieron a sus compañeros un listado de las personas a quienes “si o si” deberían llegar. La respuesta no tardó en llegar: “El clínico sacó una birome y, de memoria, nos hizo un listado con el nombre, DNI y dirección de cada uno”, recuerdan mientras golpean la puerta de la casa de Liliana Reina, una de las mujeres de la organización “Aprender juntes es mejor”, que se encarga de preparar las viandas.
Mientras la combi recorre las calles del barrio, ese original listado de pacientes suma rostros e historias singulares. Miguel siempre espera “a las chicas” en la puerta, es un hombre grande, vive solo y no está acostumbrado a recibir ayuda del Estado, pero tampoco en condiciones de rechazarla. A Luis no le gusta hablar mucho, solo recibe las viandas y da las gracias. María vive con su esposo, su hija, su yerno y sus dos nietos; es la encargada de cuidar a los niños ahora que no tienen escuela y limpiar “mucho más que antes” la casa. De tanto cuidar a a otros, está muy agradecida de que sus médicas la “malcríen”.
A medida que la combi avanza y se aleja de las calles principales, deja atrás el pavimento, el césped de la vereda bien cortado y las zanjas prolijas. En ese lugar espera Pamela, 25 años, ojos achinados, pelo revuelto. En uno de sus brazos, entre muchos otros tatuajes tiene uno que dice “Diabetes tipo 1”.
-¿Te quedaste dormida?, la saluda con ternura Sacco.
-No, estoy preocupada, contesta.
Pamela tiene complicaciones de salud desde muy pequeña. Sus riñones no funcionan bien y en el Hospital Centenario le dijeron que tendría que ir todos los días a hacerse diálisis, podría hacer el tratamiento en casa, pero las condiciones de su vivienda no son adecuadas y tampoco puede pagar un taxi los días de paro de colectivo.
Las médicas escuchan, preguntan, dicen que buscarán una solución. Le piden que se acerque al centro de salud mañana, temprano, cuando la atención de casos sospechosos de Covid-19 no es tanta. Le piden que no se preocupe. Le entregan la vianda. Pamela celebra que la bandeja no tenga palta, porque no le gusta.
“Por eso es importante el trabajo en el territorio, porque la salud no puede separarse de las condiciones de vida de las personas”, dice Jacques mientras vuelve a subir a la combi y empieza a rociar con alcohol diluido la próxima vianda que van a entregar. Una tarea más de un trabajo enorme, aunque a veces parezca una curita. Pero imprescindible.
Fuente: LaCapital