(Lucas Paulionvich/Pablo Tomás Almena para PUEBLO Regional edición papel, agosto)
Venado Tuerto/Región. Cada cierto tiempo, los medios de comunicación concentrados lanzan una agresiva campaña promocionando medidas de seguridad más duras y represivas. Fabrican un discurso en donde señalan las debilidades del sistema penal y la necesidad de adoptar castigos más severos, reclamándole al estado una función estrictamente punitiva, como si su ocupación fuera únicamente sancionar y premiar las conductas sociales. Esa matriz de pensamiento es reproducida por distintos dirigentes políticos que la suman a su propuesta de un estado penitenciario, donde el número de presos aumenta sostenidamente y las condiciones carcelarias nunca se ponen en cuestión.
Las consecuencias concretas en el plano político de esas iniciativas punitivistas mantienen algunas constantes: aumenta la persecución penal sobre los sectores sociales vulnerables que tienen mayores dificultades para acceder y hacer uso de los recursos de la justicia; el hacinamiento degrada las condiciones de detención y provoca el colapso de los sistemas de salud y la vigencia de los derechos mínimos dentro de las cárceles; un panorama funesto al que se suman los casos de violencia institucional que manifiesta una operatoria sistemática y amparada por las distintas jerarquías del servicio penitenciario.
Las cárceles, lejos de ser centros de rehabilitación/reinserción social, hacen las veces de depósito: ahí van a parar los residuos sociales que no encuentran lugar en el mundo del trabajo ni en el universo de consumo. Están ahí los que no compran ni producen, y por lo tanto, no tienen ningún valor para el común de la sociedad, que mide todo a partir de la productividad y la posesión.
El estado castigador
La judicialización de los menores conlleva una alta carga social, más allá de los costos económicos que implica el mantenimiento el sistema penitenciario: los pibes que son sometidos a la justicia penal se ven empujados cada vez más adentro del universo de violencia y criminalidad al que se los marginó antes.
“En primer lugar, tenemos que marcar la cuestión de la ley nacional, que son punibles, que quiere decir que son responsabilizados penalmente a partir de los 16 años. Un joven que tiene 15 años, hasta el último día, así cometa el delito más grave, ese chico no va a ser responsabilizado penalmente. Esto también implica un gran debate, pero hoy la ley marca ese límite -explica el juez de menores Prado, en diálogo con el programa Dos en la Ciudad-. La cuestión de la penalidad en los jóvenes es siempre la excepción, la mayoría no son penalizados. La Corte nacional, en un fallo de 2005, marcó un límite que no pueden superarse las penas previstas para la tentativa, es decir, lo que le corresponde a una persona mayor de edad, la escala penal se acota de un tercio a la mitad”.
La reincidencia y el destino de los pibes que salen de los institutos penitenciarios es una realidad para la que existen muy pocos recursos volcados. “No son los más los que zafan, porque el chico que transgrede la ley superó todos los límites, no tiene contención familiar, no tiene escolaridad y está atravesado generalmente por un problema de drogodepedencia, que se suma a las características particulares de los adolescentes. Para eso se lo acompaña hasta los 18 años, se establecen medidas de acompañamiento, de libertad asistida, desde la más leve, que es que se quede en la casa, hasta la más severa, que es el encierro. Nosotros siempre apostamos a que el chico se reinserte. Muchas veces de las mismas escuelas son expulsados estos chicos, pese a que desde la política se da otras respuestas. Es difícil lograr esto”, define el juez local.
En ese marco, en Venado Tuerto se abrió el Instituto Socioeducativo Puertas Abiertas, como una manera alternativa para tratar a los menores en conflicto con la ley. “Es otra posibilidad de encarar esta cuestión, fue muy buena para Venado, porque acá no había. Se lo plantea de otra forma, no solo de un encierro, sino de puertas abiertas, y muchos optan por estar ahí porque encuentran contención que no la tienen en la calle. Hay profesionales, operadores, en este momento está colmada, está andando bien. Para algunos se va con alguna medida más severa de encierro que es la policía de menores”, comenta Prado.
Actualmente, la comisaría de menores está funcionando como un centro de privación de libertad para los casos más graves. En esa dependencia hay tres chicos encerrados. En el instituto de puertas abiertas, once. “Es una materia pendiente, no solo para menores, porque parece que todo se soluciona con el encierro. El artículo 18 lo dice expresamente, dentro de las garantías, que las cárceles deben ser limpias, sanas, deben estar para la reinserción y no para el castigo. Es terrible lo que se vive ahí adentro. Y el sentido de la pena debería ser que después trate de reinsertarse, y la mayoría de las veces no se logra esa meta”, apunta el juez.
Reducirlo todo a la maldad congénita del criminal o plantearse la adopción de políticas públicas desde la desesperación de la víctima, conduce solo a una intensificación del problema. Esconde lo que realmente sucede y distorsiona la búsqueda de soluciones. “El código penal nuestro es uno de los más severos del mundo. El que delinque no deja de delinquir porque le van a poner tantos años, no lo analiza. El que está en el crimen lo adoptó como medio de vida o impulsado por otra circunstancia. En los menores lo que prevalece es la impulsividad, no piensa en las consecuencias. Por eso debe ser considerado a la hora de imponer una pena con otros parámetros. Esta idea de que más encierro ayuda hay que desterrarlo, porque las cárceles desbordadas son verdaderos hacinamientos. El delito hay que atacarlo en las causas, y esas son las faltas de familia, de educación y combatir la droga”, resume Prado.
El origen de la violencia
Las medidas de seguridad se toman interpelando esas capas del sentido común en el que se consolidaron ciertos modelos de explicación sobre los fenómenos sociales, basados en prejuicios agresivos y estigmatizaciones con fuerte contenido racista y clasista. Ese discurso habla de la necesidad del estado como administrador de los castigos, en un marco de profundo desafecto social: rotos todos los lazos sociales de fraternidad, solidaridad y comunión, la única salida es la punibilidad. Las teorías de mayor represión descienden y forman la manera básica de ver e interpretar lo que sucede, impactan en la forma de interacción cotidiana, van engordando los prejuicios y las estigmatizaciones que solo sirven para aumentar los índices de violencia.
“En general cuando un chico cuando llega al juzgado, sea del estrato social que sea, es como que se toca fondo, se produce una crisis. Hay un fuerte impacto en el chico y en la familia. A la luz de esa situación se ve todo lo que se hizo mal, y estamos notando que cada vez esa barrera de los 15, 16 años, se baja más. Pero esto tiene que ver con una explicación contextual, que veníamos de épocas más rigurosas, represivas, y ahora estamos yendo hacia otro extremo, donde todo se hace más laxo, todo se permite, todo se relaja”, dice Prado.
Por ese motivo, los institutos penitenciarios están habitados, en su mayoría, por jóvenes pobres. “Las personas detenidas sólo pierden su libertad, pero el resto de los derechos los tiene que garantizar el Estado porque si no incurre en responsabilidades internacionales y eso es lo que no sucede en Santa Fe. La provincia no garantiza las condiciones para que personas privadas de la libertad estén en un ámbito decente y digno, de acuerdo a un Estado de derecho, constitucional y democrático”, dijo Sebastián Amadeo, defensor regional, en la presentación que a fines del año pasado realizó el Servicio de la Defensa Penal para denunciar el “callejón sin salida” en el que se encuentra el sistema carcelario de la provincia.