Cargada de apelaciones al sentido común y poca fundamentación conceptual, la nota “Economía popular, otra fantasía socialista”, publicada el domingo 15 de marzo en el diario La Nación, habla más de los prejuicios de la pluma que la produjo que de una realidad concreta. En su inconsistente señalamiento a un espacio “subsidiado”, en realidad a quien cuestiona es al Estado como administrador de Políticas Públicas que van más allá de garantizar la maximización del lucro de las empresas.
La implacable realidad que produjo el COVID-19 ya estaba a la vista del mundo cuando la nota se publicaba. A la luz de esa situación, no cabe más que interpretar que el escrito, además de un profundo desdén por el sentido humanitario que debe tener la acción estatal, busca “marcar la cancha” en un debate vigente a estas horas: ¿quiénes deben soportar con más fuerza los costos de la lucha contra la pandemia?
El texto se propone desvirtuar la llamada “economía popular” utilizando cuatro argumentos:
a) La Economía Popular es un ítem del “gasto público”.
b) El crecimiento depende de la acumulación de capital y la disponibilidad tecnológica.
c) Países caen por su rechazo a las libertades individuales y a la propiedad privada.
d) Cuanto mayor es el gasto público, menor es la inversión.
Las ideas expuestas para sostener esto argumentos pueden ser severamente cuestionadas, aún asumiendo la inexistencia de “otra economía” más allá de la lucrativa. Tomemos ese camino en primer lugar.
Gasto Público y economías de mercado
Cuando hablamos de Gasto Público nos referimos a la erogación gubernamental en bienes, servicios finales y de inversión. Se incluyen en el listado; sueldos de funcionarios, la seguridad social, etc. En el método del análisis de los gastos, el Producto Interno Bruto (PIB) se compone de sumar el Consumo de los hogares, la Inversión, el Saldo de la Balanza Comercial y el mismísimo Gasto Público. Por propia definición, este último es parte indisociable del crecimiento de un país y está muy lejos de ser ajeno a las economías de mercado. Claro, se puede discutir -y mucho- sobre el destino de ese gasto (vale recordar que no hace mucho tiempo, en este país, se pensaba que invertir en hospitales era una “estafa” y que un Ministerio de Salud era una inversión innecesaria).
El Gasto Público organiza la economía, asegurando infraestructura, reorientando también a la actividad empresarial mediante la capacidad de “compra” directa e indirecta del Estado. Contra el mito neoliberal, lo cierto es que, en el marco de las economías de mercado, el Gasto Público se desarrolla a través de fases y ritmos desiguales, pero siempre existentes en cada país.
En este sentido, hay numerosos sectores empresariales que son sujetos de subsidios y aportes directos e indirectos del Gasto Público como acción estratégica, a los fines de apalancar determinadas cuestiones como el empleo, el desarrollo de determinadas ramas, etc. En otros casos, los aportes estatales a los sectores empresarios, son parte de maniobras al menos cuestionables. Podemos mencionar, por ejemplo, que los ciclos de alto endeudamiento público coincidieron con la fuga de capitales en manos privadas. O -más directamente- que el Banco Nación permitió durante la gestión macrista que una firma como Vicentín, tomará deuda por 18.500 millones de pesos en contra de las normativas que rigen la actividad de la principal entidad bancaria del país ya que representa más del 20% del patrimonio computable de la entidad.
Las empresas de capital crecen a expensas de la informalidad
Vale la pena detenerse y argumentar en este punto. Los llamados “sectores informales” son parte de un doble proceso: el protagonizado por un capitalismo que, en su lógica competitiva, debe mantener su tasa de ganancia individual -a expensas del crecimiento global-, incorporar tecnología a la vez que expulsar personas de la formalidad. Mientras tanto se nutre de manera determinante de la informalidad para acumular y concentrar más la riqueza. El capital encontró la manera de inyectar riquezas a sus ciclos en un contexto competitivo, en la medida que logra externalizar sus costos sociales, laborales, ambientales, etc. mediante la adopción de gobiernos de las doctrinas neoliberales, que dan legitimidad a esta situación. Esta informalidad económica crece a tal ritmo que, según la OIT, más del 55% de la PEA está siendo absorbida por este sector en Latinoamérica, donde de cada 100 nuevos puestos de trabajo el 70 u 80% es creado en este sector.
Es importante repetirlo: los trabajadores y trabajadoras de la economía popular no están afuera del capitalismo. Más aún, su informalidad hace que numerosas tareas del cuidado, mantenimiento, consumo, etc. funcionen como transferencia valor a un sistema sin que el mismo asuma los costos de la formalización. Esta situación, tal cual lo demuestran cientos de estudios, afecta con más fuerza a las mujeres.
Precisamente, trabajadores y trabajadoras que aparecen como des-asalariados y aún llamados “cuentapropistas”, desarrollan sus actividades en diferentes sectores, ramas o cadenas de valor de la economía formal. De hecho, subsisten sin el derecho al trabajo, por lo tanto consumen. La informalidad en cuanto a las condiciones laborales, no hace que estos sectores se escapen de pagar impuestos como el IVA al consumo, convirtiéndose en una de las fuentes de aportes al Estado.
Orientar la inversión pública sobre este sector de la población lejos está de ser un simple “gasto”, sino que implica un principio de Justicia Social ante la desigualdad.
Una economía mixta
Vale la pena recordar que no existe solamente un “motor” de la economía: el de la empresa de capital. La experiencia del Estado Empresario argentino indica que sustituyó -y con ventajas- a la burguesía nacional de los países centrales. Más aún, fue capaz de formar cadenas de valor pymes que ampliaron la acumulación de capital al punto de volverse más o menos competitivas en diferentes sectores complementarios al agropecuario, con competitividad natural.
El propio premio Nobel de Economía Paul Krugman propone en un artículo «la conveniencia de tener una economía mixta». Según Krugman, la actividad privada permite la creación de riqueza y fuentes de trabajo, pero resalta los beneficios que el sector público puede aportar en diferentes áreas como las de la salud, la educación, etc.
Por otra parte, en la economía argentina existen nada menos que cerca de 30 millones de personas asociadas a cooperativas y mutuales, las que conforman un espacio económico social y solidario, que genera miles de puestos de trabajo con empresas líderes en seguros, producción agropecuaria, etc. Muchas de estas organizaciones superan los 150 años y, en su conjunto conforman una realidad capaz de generar servicios de calidad en pequeñas localidades, donde la rentabilidad no es atractiva para grandes empresas y donde el estado no llega. Este sector, explica en su integralidad, cerca del 10% del PIB en Argentina.
Democracia integral
A nuestro juicio hay al menos tres tipos de respuestas que hoy se debaten en Argentina sobre cómo abordar la situación de cuatro millones de personas que trabajan en el marco de la informalidad. Las mismas, encuentran correlatos a definiciones equivalentes que se producen en otras latitudes sobre fenómenos similares, todos hijos de la concentración producida por la globalización económica y sus efectos.
Exceptuando los postulados como los de La Nación, las respuestas ensayadas son:
a) Algunas propuestas impulsan que el Estado aborde la situación mediante variantes de “salario social universal”, al cual se arriba mediante “paritarias sociales”, entendiendo que el mercado no puede absorber a estas personas como trabajadores y trabajadoras formales no obstante son parte sustancial de la actividad económica;
b) Otras direcciones, apuntan a asimilar este espacio al de la economía autogestiva, mutual y cooperativa, que tuvo relativo éxito en la historia de nuestro país. Desarrollar de esta manera las capacidades específicas e inserciones en diferentes cadenas de valor, apalancadas desde las políticas públicas camino hacia una creciente autonomía;
c) Finalmente, hay iniciativas que buscan desarrollar e impulsar un modelo complejo y heterogéneo, capaz de dar respuesta desde las propias identidades a la exclusión laboral, articulando de manera concurrente el esfuerzo del Estado, las organizaciones sindicales, las organizaciones cooperativas y mutuales y el sector privado comprometido con la noción de Justicia Social.
A nuestro juicio estos ejes conforman iniciativas que tienden a incidir sobre la democratización de la economía, generando derechos allí donde no los hay y -fundamentalmente- integrando desde las políticas públicas, lo que “el mercado” desarticula. Estas propuestas están en comunicación, intersecciones, debates, construcción y reconfiguración, pues conforman la apuesta tanto de la iniciativa estatal como de amplios espacios de la sociedad civil de abordar a las más de cuatro millones de personas en condiciones precarias de subsistencia, cuestión insostenible en el marco de un proyecto de país.
En febrero de este año murió el físico y filósofo argentino Mario Bunge; el científico -que no puede sospecharse de “populista”- reflexiona de manera sustancial sobre la democracia, incluyendo en ella la invalorable noción de democracia económica. Su libro “Filosofía Política”, de ese 2009 inmerso en la feroz crisis financiera de los “bonos basura”, lleva como subtítulo las palabras “Solidaridad”, “Cooperación” y “Democracia Integral”. Bunge, en esas páginas, reivindica que “toda concepción de la política” presupone una “concepción del mundo” y “una opción moral”, pero a luz de las ciencias sociales para que haya una gobernanza científica antes que el puro oportunismo político del momento. Para esta empresa, Bunge sostiene que hay que medir la calidad de vida de los pueblos y del desarrollo humano, no solo por la salud, el ingreso per cápita y la educación, sino también añadiéndole dos variables que faltan: “la desigualdad de ingresos y la sostenibilidad ecosocial y ampliar la democracia del terreno de lo político a otros terrenos pertinentes: el entorno natural, la cultura y la economía”.
Fuente: El Informe de Ceres