El día anterior había llovido mucho. El camino estaba complicado para manejar tantos kilómetros y con menores de edad a bordo. Pero ya lo habían decidido. Iban a incorporar un perro a la familia y querían que fuera pronto. La semana anterior habían visitado el Refugio Canino Venado Tuerto, en la provincia de Santa Fe para evaluar posibilidades.
“Cuando pregunté cuáles eran los perritos que la gente no elegía con facilidad me dijeron los galgos. Y entonces supe que era el momento de hacer feliz a uno de esa raza. Nos presentaron un montón: jóvenes, adultos, machos, hembras y cachorros. Y ahí, en medio de un bullicio de ladridos estaba Moe. Su energía era diferente a la del resto. No saltaba ni ladraba como hacían sus compañeros de canil. Se limitaba a observar lo que ocurría a su alrededor, como desahuciado, sin esperanzas”, recuerda Luciana Farías.
Regresaron a la casa, a pensar. Tener una perro representaba mucha responsabilidad. ¿Realmente estaban dispuestos a dedicarse al cuidado responsable de un animal? La respuesta fue unánime. Decidieron que el domingo siguiente volverían al refugio para regresar, esta vez, con un compañero de cuatro patas.
“Venimos a adoptar a Moe”
— ¡Hola! Venimos a adoptar a Moe, se anunciaron en la entrada.
Los llevaron hasta el canil. Allí, otra vez los ladridos los aturdían, pero Moe se mantenía al margen. Cuando uno de los voluntarios se acercó hasta él para tomarlo en brazos, su reacción fue como de sorpresa. No entendía nada. Lo cargaron upa, lo sacaron del canil, le pusieron una corra y se lo dieron a la familia: “Vayan a dar una vuelta… conózcanse”, les indicaron. Moe caminaba sumiso, tranquilo, temeroso, sin tirar.
— Se viene con nosotros, decidido.
Firmaron todos los papeles. Se sacaron la foto reglamentaria y todos se subieron al auto. Una selfie más para recordar el momento. Estaban todos felices. Ansiosos. Y se olvidaron del camino embarrado, casi intransitable.
Una vez en la casa, instalaron a Moe en el patio con un colchón, juguetes y un tazón con agua fresca. Observó, olfateó y se echó al sol. “Hay que darle tiempo”, le dijo Luciana a su esposo. Lo respetaron a él y sus tiempos. Y también a las “macanas” que hacía en los momentos que quedaba solo. Rompió su colchón, la manguera, un juego de sillones tipo Acapulco, el cable de la cortadora de césped, su correa. Todo lo que tuviera forma de soga era masticado y cortado en pequeños trocitos.
Practicar la paciencia, una lección con forma de cuatro patas
“La primera reacción de mi marido fue ¡lo devolvemos! Pero lo convencí para darle más tiempo. Teníamos que entender que seguramente había tenido un pasado duro, totalmente diferente a lo que nosotros le ofrecíamos en casa, y que ya se iba a adaptar. Modo zen para los adultos de la casa, aprendimos a cultivar la paciencia”.
Y así, con ese ánimo y la intención de que la convivencia mejorara, fueron reconstruyendo su pasado cercano. Luciana pudo saber que hacía unos meses alguien había publicado en un grupo de ayuda animal la foto de un galgo con una profunda herida en el lomo que se estaba escondiendo en el baño de un club. Luego otra persona se había ofrecido a buscarlo y llevarlo al Refugio Canino de Venado Tuerto. Allí se ocuparon de sanar la herida y una vez que estuvo listo, le sacaron fotos que publicaron para buscarle familia.
“Por su carácter y actitudes intuimos que fue víctima de maltrato. El hecho de que mastique y corte todo lo que se parezca a una soga nos da algunas sospechas al respecto. Además, cuando se asusta, grita fuerte. Una vez dejé la escoba apoyada en la pared y se cayó. Él estaba cerca, pegó un grito y salió corriendo”.
Por eso sabían que era cuestión de paciencia, amor y buenos cuidados. En ese momento la estrategia fue “elevar” todo lo que tuviera forma de soga. Los sillones destrozados los regalaron y los reemplazaron por unos de plástico duro. El tiempo hizo el resto.
Del maltrato a convertirse en el rey del sofá
Con el paso de los días, Moe se convirtió en un perro alegre, compañero y siempre bien dispuesto. “Sillonea casi todo el día pero, en líneas generales, un día típico es así: duerme adentro, al momento de irnos (escuela/trabajo) lo sacamos al patio donde tiene su carpita. A la tarde, cuando volvemos, entra nuevamente directo al sillón, pero cuando escucha que mi marido hace ruido con la bicicleta, ya se alista y se prepara en la puerta. Tiene un TOC muy gracioso. Cuando nos vamos, le dejamos el plato con su alimento en la galería, bajo techo. Cuando regresamos el plato está en el medio del patio. ¡Tiene la habilidad de trasladarlo hacia el pasto sin volcar un grano!”.
Luciana reconoce con un poco de celos que su marido es el humano preferido de Moe. Es que él sale a correr o andar en bicicleta por las afueras de la ciudad y lo lleva, y Moe adora pasear. Con los hijos del matrimonio la relación es excelente. Los chicos son muy cuidadosos y cariñosos con Moe, y él es un perrazo.
“Acepta las caricias, juega con ellos, es muy delicado. Casi pasaron tres años desde que comparte la vida con nosotros. Es el rey del sofá, el que se adueñó de la carpita de los chicos para convertirla en su refugio, el experto en carreras circulares en el patio -da cinco vueltas para un lado, luego giros tipo trompo, y cinco vueltas para el otro lado-, el que disfruta salir a pasear, hasta parece que se le infla el pecho de orgullo. Gracias Moe por ser parte de nuestra vida. No saben lo lindo que es adoptar un perro y sanar su corazón roto”.
Fuente: LaNacion