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Las historias no contadas de la Marcha de San Lorenzo

Siete temas tenía el LP, pero uno pasaría a la historia. En 1972, La Pesada del Rock and Roll, agrupación emparentada con los vientos nac and pop que soplaban en la era, sacaba su segundo disco. Algunos le decían Volumen II. Otros, el de la oreja, –por la tapa, claro— pero unos y otros, todos, coincidían: era el de la “Marcha de San Lorenzo”. Es que para los otros nacionalistas, los sin pop, eso era de verdad un atrevimiento. Una insolencia. ¿Una banda de apestoso rock and roll recreando al mártir Cabral?; ¿una manga de pelilargos sucios queriendo ser parte? ¿una marcha militar en clave de blues-rock? Los ataques no sorprendían entonces, tal como no sorprenderían casi veinte años después, cuando a Charly García le dio por recrear maravillosamente el Himno. Lo que sí sorprendía era la pasión con que Billy Bond, Ale Medina, Kubero Díaz, Pappo, Pinchevsky y Javier Martínez, le habían entrado a la canción patria en los estudios Phonalex. Mientras –claro– el gobierno de Lanusse la censuraba. ¿Por qué? Otros temas del mismo disco lo explican mejor que mil palabras: “La pálida ciudad” y “La maldita máquina de matar”.

Nunca hubiese imaginado Cayetano Alberto Silva, el compositor de esa marcha, que se iba a armar semejante conflicto entre nacionalistas “sin” y nacionalistas “con” gente. Sin y con swing, dicho de otro modo. Ni idea tenía de tal bizarro devenir. El había muerto hacía más de cinco décadas atrás –hoy se cumplen cien años de ello—y su intención al componerla lejos estaba de generar un match tal. No daba la época, claro. Pero tampoco un andarivel conceptual y estético que permitiera suponerlo. El músico solo había ideado una música para ambientar la gesta del Sargento Cabral en la heroica batalla de 1813 y, aunque dedicada al entonces ministro Pablo Riccheri (precisamente nacido en San Lorenzo), su derrotero tuvo infinitos y diferentes usos. El disparador fue cuando, tres años después de su estreno en vivo en los alrededores del convento San Carlos en 1902, la afamada Casa Breyer de Alemania supo de su existencia, compró la partitura, la rebautizó “Marcha de la Victoria”, y la desparramó por toda Europa.

Tan portentosa y desafiante sonaba que la tocaron tanto alemanes como aliados, durante la Segunda Guerra Mundial. Unos para entrar a París en 1940. Y los otros para hacer lo mismo, pero cuatro años después y bajo fines contrarios. También se la usó para musicalizar las coronaciones de Jorge V y de Isabel, rey y reina de Inglaterra respectivamente. Incluso la eligieron el cineasta inglés Ken Loach, para el film Agenda secreta; y las autoridades del palacio de Buckingham, para hacerla sonar cada vez que cambia la guardia. En la Argentina, también se la usó millones de veces, hasta ser declarada como “marcha presidencial” a instancias de Farrell, en 1946.

Poca idea tenía Silva también de que, más allá –y a propósito– de este recorrido, se iba a considerar a su composición como una de las cinco partituras militares más significativas de la historia. Poco y nada, incluso, pudo aprovechar los laureles ese hombre. Murió pobre, olvidado, triste y humillado, al punto que no se le permitía su entierro en el panteón policial de Rosario “por ser negro”, hasta que se pudo pero sin que figurara su nombre. Negro, sí. Cayetano había nacido en Soriano, Uruguay, en agosto de 1868 (otras fuentes marcan 1873) producto de un padre desconocido y una esclava negra llamada Natalia. Esas cosas de la vida, luego, lo tornaron ahijado del presidente uruguayo de entonces (Francisco Vidal) y precoz violinista, instrumento que empezó a tocar bien de chico. Y a partir del que compuso la segunda marcha argentina más famosa, después de la peronista.

Hombre inquieto y ecléctico, además, Silva supo ser telegrafista, agitador social, docente, capitán asimilado del ejército y periodista, tras mudarse primero a Buenos Aires, luego a Mendoza y Rosario, y por último a Venado Tuerto, ciudad donde compuso su pieza más trascendente. A esa altura, ya se había fogueado al calor de las músicas clásicas, sacras, militares, carnavaleras, escolares, teatrales y tangueras. Suyos eran, de hecho, los sonidos de “Cédulas de San Juan” y “Canillita”, ambas obras de su amigo, el dramaturgo Florencio Sánchez. Y de “Más vale tarde que nunca”, tango criollo para piano que dedicaría a otro amigo suyo: Juan Croce.

 

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