Por cada punto que baja la informalidad laboral, la recaudación de la Anses crece 5000 millones de pesos al año, según una estimación oficial a la que accedió Página/12. Como es visible, a más trabajadores formales, más aportes y contribuciones para el Estado. Redoblar esfuerzos para disminuir el trabajo en negro es uno de los caminos posibles para responder a los pedidos de ajuste fiscal del FMI de esta semana. Para mejorar la eficiencia recaudatoria, y por ende la performance fiscal, se requieren más controles sobre los agentes económicos, no menos, como plantea el organismo.
La tasa de empleo no registrado llegó a un máximo de 49,9 por ciento luego del estallido de 2001-2002. En la actualidad se ubica en 33,6 por ciento. Esos 16 puntos de diferencia representan unos 80 mil millones de pesos de ingresos por año para la Anses. Sin embargo, el FMI nunca hace hincapié en combatir la evasión empresaria a la seguridad social como una de las estrategias para mejorar las cuentas fiscales. Su obsesión sigue siendo el recorte del gasto público, con efectos regresivos sobre la distribución del ingreso.
La crisis que marcó el final del gobierno de la Alianza, la más grave en términos económicos, sociales y políticos en décadas, se produjo después de años de aplicación militante de las políticas neoliberales cocinadas en Washington y transmitidas por el FMI. La desocupación en esos años también marcó records. Tocó un máximo de 25,5 por ciento, a lo que se correspondió una tasa de pobreza medida por el Indec del 50 por ciento.
Es difícil imaginar cómo podría haber aumentado la pobreza estos años con una tasa de desocupación que retrocedió a un dígito hace nueve años (tercer trimestre de 2006) y hoy se ubica en 6,9 por ciento. El trabajo no registrado, a su vez, bajó a 33,6 por ciento. La Anses pasó de liquidar 6,4 millones de prestaciones por mes en 1998, el mejor año de la convertibilidad en indicadores sociales, a 16,6 millones el año pasado. Eso fue producto de haber más que duplicado la cantidad de jubilados y extendido a millones de personas las asignaciones no contributivas, las asignaciones familiares y las nuevas asignaciones por hijo, embarazo y el plan Progresar. Y a la vez creció el poder adquisitivo de los salarios, lo que vuelve a ser notorio este fin de semana en distintas plazas turísticas por todo el país.
Combatir la informalidad laboral no es una prioridad en las recomendaciones del FMI de estos días, ni mucho menos lo ha sido en el pasado. La influencia que pretende ejercer el organismo en un año electoral revaloriza la decisión de Néstor Kirchner en 2006, cuando canceló la deuda por anticipado y terminó con las auditorías anuales de la economía. Fue otra de las inversiones en soberanía, en términos de Aldo Ferrer. El Fondo Monetario no cambió en esencia desde entonces, por más que haya candidatos que intenten presentar como un avance el restablecimiento de esas revisiones anuales.
La aplicación de políticas de desprotección de los trabajadores durante los gobiernos de Menem y la Alianza contó con la asistencia técnica –y la presión política– del FMI. Esa influencia persiste al día de hoy como una huella en la institucionalidad argentina: de las 24 jurisdicciones que componen el país –23 provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires–, sólo en nueve existe un Ministerio de Trabajo propio. En las quince restantes, la dependencia encargada de la amplia problemática laboral tiene rango de secretaría, subsecretaría, programa de promoción del empleo o directamente está subsumida dentro de un ministerio ómnibus con Educación y Justicia.
El dato por sí solo puede ser irrelevante si hay voluntad política de resolver los conflictos e inequidades del mundo del trabajo, pero en la foto de la Argentina 2015 no es el caso en varias provincias. Una muestra extrema de ello ocurrió esta semana con el incendio de un taller textil clandestino en Flores, donde murieron dos chicos de 7 y 10 años. El hecho puso en evidencia la debilidad de la fiscalización estatal, que en el distrito gobernado por el PRO es motivo de reclamos permanentes. Mauricio Macri dejó en claro ayer que la lucha contra los abusos empresarios no figura entre sus objetivos centrales de gestión.
La misma interpretación hizo la CTA frente a dos intentos del Gobierno de la Ciudad –en 2013 y el año pasado– para trasladar las funciones de policía del trabajo a la Agencia Gubernamental de Control, un organismo que centraliza las inspecciones a las empresas. El problema de las iniciativas –la primera fue frenada por un amparo judicial– es que diluye los controles sobre el empleo no registrado en un organismo que se dedica a conceder habilitaciones de seguridad e higiene. El abogado Hugo Reyner, de aquella central de trabajadores, explicó las razones por las cuales se opone a un proyecto de ley que envió el Ejecutivo porteño a la Legislatura para insistir con el traspaso. “La inspección del trabajo tiene una naturaleza jurídica muy particular, que es la confidencialidad del trabajador con el inspector. El trabajador está haciendo una confidencia de su falta de registración, de sus maltratos y sus diferencias salariales, cosa que no podría hacer en la Agencia Gubernamental de Control, pues éstos se dedican a una inspección integral, centrada en habilitaciones, higiene y seguridad; es decir, si el local tiene matafuegos y si tiene las medidas correspondientes. Cosas que no tienen que ver con la inspección del trabajo. Con este proyecto el gobierno de Macri quiere reducir a la mínima expresión toda inspección del trabajo.”
Pero las falencias exceden largamente el límite de la General Paz. La reforma constitucional de 1994 delegó en las provincias las atribuciones de policía del trabajo. El resultado inmediato fue una agudización de los problemas en casi todo el país. A fines de ese año se produjo la crisis en México y el Efecto Tequila elevó en pocos meses la desocupación a 18,4 por ciento. En ese contexto de híper desocupación y flexibilización laboral, el resguardo de los derechos básicos de los trabajadores quedó aún más relegado. En 1996, el gobierno menemista directamente disolvió la Dirección Nacional de Policía del Trabajo. Sólo conservó la responsabilidad de hacer cumplir la ley en ámbitos de competencia federal, como puertos, aeropuertos, vías navegables y transporte interjurisdiccional. El cuerpo de inspectores para esa tarea se redujo a un mínimo de 22 personas, que era toda la fuerza de fiscalización laboral que encontró el kirchnerismo cuando asumió en 2003. Es decir, no alcanzaba siquiera a uno por provincia.
La Nación conservó desde el ’94 la tarea de inspección en seguridad social –mientras que la de policía del trabajo, como se indicó más arriba, pasó a manos de las provincias–. El ente nacional que quedó al frente de las inspecciones fue la AFIP, por delegación de la Anses. En términos de recaudación, para el organismo hasta era lógico concentrar energías en perseguir grandes evasores –más allá de que lo hiciera bien o mal– que dedicarse a reprimir la informalidad laboral. En consecuencia, lo que se produjo fue un virtual desmantelamiento de la tarea de control sobre los empleadores. Así fue como se llegó al 49,9 por ciento de tasa de informalidad.
La situación recién empezó a cambiar en 2003, cuando el Gobierno puso en el centro de la agenda la cuestión del empleo. En 2004 se sancionó la Ley 25.877 para crear un nuevo Sistema de Inspección del Trabajo y la Seguridad Social. El cuerpo de inspectores se fue reconstituyendo y hoy cuenta con 406 agentes permanentes, a quienes se suman distintos especialistas para operativos específicos. Entre 2003 y 2014, el Plan Nacional de Regularización del Trabajo fiscalizó 1,4 millones de establecimientos, que incluyen a más de 4 millones de trabajadores. La cartera laboral dotó de personal y recursos a la división encargada de los controles, a la vez que se aprobaron distintas leyes para traspasar a manos del Estado nacional la fiscalización de los peones rurales y para promover la registración de empleadas domésticas y de los trabajadores de pequeñas y medianas empresas. En el caso de la última de esas normas, de agosto del año pasado, ya fue utilizada para blanquear a 90 mil trabajadores. Las políticas para alcanzar mayores grados de formalización laboral han dado frutos, a contramano del trabajo sucio del ajuste que plantea el FMI.