Víctor Emanuel González Benítez, conocido en barrio Tablada como «Ema», dijo a sus 12 años que estaba seguro que lo matarían antes de cumplir los 20. Para entonces, fines de 2017 y tan chico, ya había empezado a consumir drogas y a involucrarse con un grupo dedicado a la venta al menudeo en la zona de Biedma y Grandoli. Su presagio se cumplió antes de tiempo, el 22 de enero pasado, cuando lo asesinaron de al menos cinco balazos a dos cuadras de su casa. Tenía 17 años, había transitado por intervenciones de distintas áreas estatales que no pudieron contener una vida que terminó arrebatada, como la de otros 175 menores de edad asesinados desde 2013.
«Seño, no llego a los 20, hace un par que lo vengo pensando, me matan antes», le dijo Ema a Silvana D’Amelio, psicóloga, trabajadora de la Dirección Provincial de Niñez, Adolescencia y Familia y militante en barrio Tablada. Fue en noviembre de 2017, en el marco de actividades sociales en las que el chico solía participar.
Su adolescencia transcurrió entre esa contención social, la intervención estatal y su pertenencia a un grupo dedicado a la venta de drogas en Tablada. Una puja difícil, más complicada todavía por el consumo problemático de drogas, que se tensó con amenazas y ataques a balazos previos a su asesinato.
«Él vendía, era soldadito. Contaba con toda naturalidad, desde que era muy chiquito, que le daban para vender generalmente en los pasillos», cuenta Silvana a La Capital. «Cuando Ema tenía 12 años parecía de 17 por cómo lo respetaban los otros chicos», agrega.
Luego de un ataque a balazos, del que resultó herido en una pierna, la Dirección de Niñez intervino con distintas medidas de protección, como lo indica la ley provincial en la materia. Fueron tránsitos por varias instituciones estatales y privadas con convenio, y en muchas ocasiones se escapó. También pasó en dos oportunidades por el ex Irar, ahora Centro Especializado de Responsabilidad Penal Juvenil (CERPJ).
Pero siempre volvía a los pasillos de Tablada. Silvana, que lo conoció desde pequeño pero también como psicóloga de la Dirección de Niñez está en contacto con historias similares y entiende que se trata, sobre todo, de una búsqueda de pertenencia. En definitiva una búsqueda que atraviesa a toda niñez y la adolescencia más allá del sector social al que pertenezca, aunque desde ya el contexto influya. «Todos los jóvenes construyen identidad, el tema es cuáles son las personas con las que se identifican y si los rasgos que toman de esa otra persona son positivos o no para él», explica.
«Lo que sucede en contextos en los que generalmente son niños, niñas o adolescentes vulnerables es que toman algunos rasgos de personas que les dan una identidad porque no tienen otra forma de existencia que no sea la expulsión o la estigmatización», dice Silvana. Con una idea que impacta pero a la vez aclara, sostiene: «El narcotráfico es una forma de inclusión. Da el poder que se asocia a ser alguien».
Amenazas y crimen
Silvana recuerda un día de mediados de 2020, cuando el país atravesaba la etapa más estricta del aislamiento por la pandemia de Covid 19, que estaban repartiendo merienda para los chicos del barrio en la sede de una organización social frente a la casa de Ema. «Se empezó a sentir una tensión en todo el ambiente, mucho silencio. Pasaron unos pibes en moto, había lío en la casa de Ema, él se cruzó nervioso, medio temblando, y me dijo que lo querían matar«, rememora.
La complejidad del vínculo de los menores de edad con la venta de drogas supone la exposición a distintos peligros. Hay al menos dos muy marcados: los conflictos con otras bandas de la zona o los problemas que pueden surgir con los superiores del grupo propio ya sea por deudas o cualquier otro percance. En ese andar la vida de Ema se tensó al punto de saberse en un riesgo concreto que empezó a consolidar aquel presagio de años atrás.
El sábado 22 de enero, cerca de las 22.30, Ema salió de su casa de Biedma y Grandoli para comprar cigarrillos. Entonces advirtió que dos jóvenes parecían estar esperándolo desde una moto. No pudo hacer nada cuando uno de ellos se le acercó y en cuestión de un instante lo acribilló a balazos. Un vecino lo llevó al Hospital Provincial, donde falleció unas horas después. Hoy en las calles de Tablada los apodos de los posibles autores del crimen corren tanto como el temor a que se repita un hecho similar.
Lucha desigual
Gerónima, la mamá de Ema, recibió a La Capital en su casa ubicada en la esquina de Grandoli y Biedma. El chico nació en Paraguay, de donde es oriunda la familia, aunque se instalaron en Rosario hace ya varios años. La mujer contó que durante mucho tiempo buscó, sola con la tenacidad de madre y también mediante la intervención de distintas áreas del Estado, lograr un cambio de rumbo en la vida de su hijo.
«Yo luché mucho, me moví y no encontré apoyo. Yo le puedo dar todo acá en la casa, pero al salir a ellos ya les lavan el cerebro. No se puede luchar contra algo que no se puede enfrentar», dice Gerónima. Entonces recuerda las veces que sola, de noche o de madrugada, se metía a buscar a su hijo en pasillos en los cuales los vecinos le aconsejaban que «no lo hiciera porque de ahí no salís. Yo no medía ese peligro, entraba a buscar a mi hijo y me lo llevaba», cuenta.
Gerónima detecta dos situaciones específicas que afectaron a su hijo, muy ligadas entre sí. Una fue el consumo problemático de drogas y la otra sus actividades relacionadas a la venta. «Detrás de la adicción está la gente de esos grupos que utilizan a los menores, les sacan la vida como si no valiera nada», dice.
«Es muy fácil sacarle la vida a los chicos», agrega y a su punto de vista se le acopla una cifra certera: desde 2013 son 176 los menores de edad asesinados en el departamento Rosario, la mayoría de ellos a balazos en conflictos que tienen que ver con algún eslabón de la venta de drogas.
La mujer cuenta que su hijo «decía que quería salir» de los problemas en los que se encontraba. «Yo antes lo veía de lejos y cuando me tocó a mí me partió el alma. Fue ver que cada día se iba más y más. Había momentos en los que parecía que iba a salir pero volvía a caer», agrega Gerónima.
Mamá grande
En la casa de Grandoli y Biedma hoy viven Gerónima y Benjamín, su otro hijo, hermano menor de Ema. «Él tiene miedo de salir, de abrir la puerta, de a cierta hora estar en la calle. Es la inseguridad de no saber cuándo aparecen, son como fantasmas, pasan a los tiros», dice la mujer en relación a cómo se viven los días después del asesinato de Ema.
Gerónima se entristeció hasta las lágrimas al contar que pocas horas antes del encuentro con La Capital había sentido una necesidad profunda de ver a su hijo. «Me hizo falta llamarlo y que él me conteste. Hoy tengo a Benjamín que es mi pilar, pero me hace falta Ema, me quedó un vacío. Esta gente no piensa que no destruyen solo una vida sino a toda una familia».
Son demasiadas las historias de familiares, generalmente madres, que emprenden un camino nuevo una vez que sus hijos caen como víctimas de las distintas formas de la violencia callejera. En su caso Gerónima cuenta que siente la necesidad de «ayudar a que los chicos estén ocupados y tengan una visión para mañana».
«Estoy sufriendo porque me han sacado un pedazo de mí, pero ese dolor me da la fuerza para poder demostrarle a los chicos que la vida no es solamente la droga. Que hay muchas cosas, que pueden tener una esperanza para mañana«, dice. Ella cuenta que su hijo era muy querido, que su casa era un punto de encuentro de los pibes del barrio y que ahora siguen demostrándole el cariño que siempre le tuvieron. «Acá había toda una cantidad de chicos, venían y yo era la mamá grande con mis polluelos, me hace falta ese griterío», dice Gerónima.
Entonces comparte su idea: abrir un merendero que a la vez sea un punto de encuentro para diversas actividades. «Yo a este dolor lo quiero sanar hablándole a los chicos, dándoles cariño. Los chicos me ven y me dan un abrazo, es tan lindo ser una mamá grande. Yo perdí uno pero quiero tener más», dice y agrega: «Queremos activar y no quedarnos en pensar en lo que tendríamos que hacer».
En ese sentido Gerónima pide solidaridad, una mano para conseguir algunas herramientas y poder continuar con esa intención de generar un espacio de encuentro en su casa: «Pido ayuda, una garrafa, un horno, mercadería. Quiero brindar en mi casa a los chicos la oportunidad de llevarse un pan casero, una pizza, una leche caliente, un mate cocido».
Fuente: La Capital