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Es rufinense y hundió un barco inglés en Malvinas

(PR-Lucas Paulinovich/Alejandro Videla) Mi papá era un trabajador de Ferrocarriles Argentinos. Mi mamá era costurera y daba clases de corte y confección. No conocía nada de aviones. En Rufino no tenía ni un pariente ni un amigo que me incentivaran la vocación. Enfrente de casa había un campito donde nos juntábamos a jugar al fútbol. Una tarde de noviembre estábamos parados y sentimos un estruendo impresionante. Y después otro y otro y otro. Pasaron cuatro aviones de combate que habían llegado al país. Estaban mostrando lo que había comprado la Argentina. Pasaron prácticamente arriba nuestro. Yo quedé impactado. Y cuando miré alrededor, no había quedado ni uno de mis amigos. Sólo yo mirando el cielo. Hasta que apareció mi madre y le dije que quería ser piloto.

Destino marcado

Cuando terminé el secundario, me ofrecieron la posibilidad de ir a Rosario para jugar al rugby. Sin decir sobre qué hablaba, le respondí a mi madre que ella sabía lo que yo quería ser. Ella me dijo: “Todavía no te olvidaste”. A fin de año pedí los papeles y me inscribí. Me faltaba el examen psicofísico y la cédula de la Policía Federal. Entonces viajé a Buenos Aires a realizar los trámites. Cuando fui a recibir los resultados, la señora que me atendió me dijo: “Ahora todo depende de vos”. Le pregunté por qué. Y me respondió que muchos no recibían la clasificación Apto Clase A que me habían dado a mí. Salí entusiasmado y me puse a estudiar.

El inicio fue la etapa de candidato. Veinte días de entrenamiento intensivo. Éramos 1200 postulantes, y sólo entraban 200. Había mucha competencia. Como jugaba al rugby y competía en natación, físicamente no tenía problemas. Mis dudas estaban relacionadas al conocimiento de aviación. Cuando los escuchaba a mis compañeros, me parecía que todos sabían lo que era la sustentación, la inercia, o conocían los modelos de los aviones. Yo no tenía idea de nada. Los instructores nos detallaban en qué consistía la vida de un piloto, y nos preguntaban qué aviones eran los que aterrizaban. Pensé que me iban a echar a patadas. Una vez nos estaban hablando y se escucha que ponen en marcha un avión. Varios de los compañeros levantaron las manos. Yo no lo podía creer, pasaba vergüenza. Al tiempo supe que los que levantaron las manos aquella vez eran los hijos de los que pilotaban esos Hércules.
Lo normal es hacer cuatro años de alférez y al egreso completar el curso de avión militar. Pero en mi caso se adelantó un año. Fue bastante rápido. En 1980 nos distribuyeron por diferentes especialidades.

Como era piloto de combate, fui destinado a Mendoza. Pase a formar parte del Grupo 5 de Caza con asiento en Villa Reynolds, San Luis. Elegí ese lugar porque quedaba más cerca de mi casa. Mi novia estudiaba en Río Cuarto. Nos habían dicho que allá estaban todo el día zumbando y exigiendo. Y me pareció que era lo que necesitaba. No quería estar relajado. A mí me gusta esforzarme, saqué ese espíritu del rugby. En 1981 completé todos los patrones que exige el sistema de armas para ser piloto apto para el combate. Y cuando volaba en Reynold o en Tandil con los Mirage, pasaba por Rufino para ver si algún otro chico se incentivaba como yo aquella vez.

La primera misión fue el 2 de abril, que nos mandaron por las dudas. Teníamos 15 aviones y éramos más de 30 pilotos. Todos estábamos ansiosos por salir. El 21 de mayo nos mandaron a buscar a los barcos que hacían un piquete de radar. Es lo peor que hay. No se podía mandarnos a mirar. No éramos buscadores, estábamos preparados para el combate. Tenían que mandarnos directamente al blanco. Nosotros no teníamos ningún tipo de defensa antiaérea. Ni tampoco radar para buscar. Para eso había que levantar un poco el avión, y a esa altura te pueden derribar como moscas. Esa vez dimos vueltas alrededor de la isla Borbón, fueron como 15 minutos y yo era el último. Miraba para atrás porque sabía que era el primero al que derribarían. El 25 de mayo fue la primera vez que detectamos el blanco.

Tecnológicamente el avión tenía solo la mira, la palanca y el piloto. Después no había nada más que contribuyera con el piloto. No había radioaltímetro, que es un instrumento fácil de conseguir. Volábamos con la experiencia de los jefes de cuadrilla. Nosotros teníamos una referencia: el avión apuntando al horizonte hasta sentir que cabalgábamos sobre el efecto que hace el mar al moverse. Nunca antes había volado sobre el mar. La Fuerza Aérea, por un decreto de Onganía, tenía como límite las 18 millas de la costa continental. Los aviones 4V tienen reabastecimiento en vuelo y una limitación por motor de 7 horas seguidas. Es decir que, a un promedio de 600 kilómetros por hora, son 4 mil kilómetros. No se entendía esa limitación de alrededor de 32 kilómetros de la costa. El decreto establecía que tampoco se podían desarrollar medios para tal fin. Eso implicaba que no se podía capacitar a los pilotos ni comprar elementos para combatir en el mar. A veces uno se pregunta cómo puede haber tanta limitación intelectual para restringir la capacidad de un avión.

Un 25 de mayo especial

El 25 de mayo empezó como todos, cantando el Himno por el día patrio. Ahí nomás salieron dos escuadrillas en misión a San Carlos. Al regresar, una tuvo un problema. Aparentemente le pegaron con algo y se quedó sin comando. Entonces avisa que tiene que reducir velocidad y ascender. Porque para eyectarse controladamente hay que llevar baja velocidad y estar en altura. El otro continuó rasante. Pero no volvió más. Esperamos una hora y media, y nada. Del San Julián había salido otra misión y tampoco volvía. En las islas Borbón había un destacamento aeronaval. El 15 de mayo habían bajado unos comandos ingleses y explotaron todo. Pero la gente quedó, hasta que las fueran a buscar. Esa gente avisó que veían dos buques llevando piquetes de radar y que los vieron lanzar dos misiles a la hora en la que volvían los pilotos.

Con esa información mandan dos escuadrillas a neutralizarlos. Yo fui en la segunda, a un minuto y medio por detrás de la primera. Quedamos conformados por dos secciones de dos y dos. El vuelo fue normal. Comenzamos el descenso unos 250 kilómetros antes. Fuimos rasantes a diez metros del agua, sin problemas hasta la zona media de la isla Borbón y la isla Rasa, donde era el punto inicial de ataque. Quedábamos a mar abierto. Al llegar, escuchamos que la sección de adelante decía que los blancos estaban según lo previsto. Los ingleses se sorprendieron porque la Fuerza Aérea no podía estar ahí. Nosotros salíamos de Río Gallegos, más de 700 kilómetros a Puerto Argentino. Daba mucho más miedo el viaje que atacar a los ingleses: si caías en el medio del mar, no te encontraba nadie. De arriba el mar se veía oscuro. Por eso los buques están pintados de gris. Se veía solo una estela de humo.

Hay una foto famosa de dos aviones atacando a la fragata Broadsword. Nosotros íbamos con rumbo desplazado a la derecha, volando muy bajo. Teníamos en mente lo que había sucedido el 2 de mayo. Esa vez, cuando llegaron a la zona de blanco, el jefe levantó la escuadrilla y fueron derribados. Sabíamos que debíamos volar totalmente rasante. Nunca había practicado cómo enfrentar un barco. En el entrenamiento atacábamos un barco viejo, encallado. De golpe, lo vi a lo lejos, a la izquierda. Levanté el avión para dejar pasar a mi compañero, para evitar chocarnos. Y cuando estaba en la cúspide, se dispara un misil Sea Dart. Era grandísimo, más de 4 metros de largo por 50 cm de diámetro. Es una bestia que alcanza 10 mil metros en vertical, y para eso necesita un motor impresionante. Se disparó porque estaba en automático: cuando ve mi avión, sale. Tengo que bajar de inmediato. Nos salvó que el misil no puede salir horizontal a buscar el blanco. Necesita agarrar velocidad. Y esa parábola es lo que evitó que nos impactara.

Cuando pasó por encima de mi cabeza, me olvidé del misil. Fueron no más de 10 segundos. Entonces busco formar para confundir a los cañones de tiro. Todavía faltaban 20 segundos más. Veía explosiones de granaditas. Algunas salpicaduras en el agua. Yo pensaba que venía bien porque era tal como lo habíamos previsto. No teníamos elementos para anular la artillería. La única opción era confundirlos al hacer un blanco más grande de lo normal. Pero si los dos aviones se abren demasiado, el radar logra discriminar dos blancos. Al mantener una distancia de 40 metros, el radar obliga a tirar al medio. Ahí sucede un hecho llamativo. Las bombas que lanzamos explotan y tengo que pasar por el medio del humo. Siempre la explosión debe llevar un retardo suficiente para que los aviones se alejen y las esquirlas no les peguen. Es prácticamente un chorro negro que sale. En un segundo y medio una esquirla vuela tres mil metros. Y si le pegaba al avión, lo destroza. Cuando consigo ponerme del otro lado, miro la fragata, los agujeros que tenía la plataforma, y me observo. No sentía estar perdiendo sangre. El motor funcionaba bien. Esas bombas tienen un iniciador, que es el humo negro. Si eso funciona, es porque la bomba va a explotar. Pero nadie conocía eso.

Cuando aterrizamos, me llamó la atención que los mecánicos y el personal civil estaban esperándonos al costado de la pista. En una misión así, se sabía que, de mínima, el 50 por ciento no volvía, porque era mar abierto. Estaban todos los pilotos. Ya eran las 5 de la tarde, era penumbra. Nosotros hacíamos los ataques, pero no sabíamos los resultados. La sorpresa fue verlo al jefe de escuadrón, que estaba constantemente recibiendo las misiones por teléfono y no aparecía nunca. Nos saludó uno por uno y nos informó que uno de los buques se había hundido.

 

Ilustración: Santiago Blanco

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