“Desde lo humano, el deber de un hijo no es morir. Debería ser él quien me sepulte. La nuestra es una profesión de riesgo. Por ahí no tomamos cabal conciencia como policías, uno se confía al estar en pueblos chicos, pero lamentablemente la violencia creció en todos lados. Mi hijo tenía tan solo 18 años, era un nene. Era vocación pura la suya. Él tenía un trabajo estable, en blanco. Él quería ser policía. Hay un gran porcentaje de policías que no entran por vocación, sino por necesidad de trabajo”.
El que habla es Carlos Celis, jefe de la Unidad Regional VIII. Pero no habla un policía, el que cuenta la historia es el padre de Emiliano Celis, un policía de 18 años que murió en un intercambio de disparos en un operativo, en cumplimiento del deber. La violencia social que se engloba en los términos de la inseguridad, difusa y compleja, se cobra víctimas de todos los bandos: mueren inocentes, mueren delincuentes y mueren policías. Las tragedias individuales muchas veces impiden cobrar dimensión de los fenómenos, aprietan desde el dolor y así es difícil llegar a conclusiones que excedan el desborde pasional. Analizar el desborde social desde el desborde emocional no es la mejor receta, por lo menos para pensar soluciones efectivas que no caigan en la plana y brutal venganza.
“Yo en mi carrera policial casi siempre fue sumariante. Y en más de una oportunidad, tuve que entregar la mala noticia a un familiar del fallecimiento del hijo. Yo me sentía apenado, pero de éste lado, el dolor de padre, no se puede expresar en palabras. Eso lo entendí cuando lo sufrí en carne propia, lamentablemente”, dice Celis.
A principios de mes se realizó en distintos puntos del país una marcha de familiares, policías retirados y efectos de franco bajo la consigna “Ni uno menos”. La movilización central fue hacia Plaza de Mayo, encabezada por integrantes o exmiembros de la Policía Bonaerense, una de las fuerzas más emblemáticas en casos de gatillo fácil, contubernios con el crimen organizado y desmanejos múltiples. El pedido era por mayor protección jurídica para combatir la delincuencia. El lenguaje bélico no es casual: se trata de una guerra abierta contra el delito, que encubre el sesgo específico que guarda, apuntando contra un enemigo particular, que es el que integra el primer eslabón en la cadena de la ilegalidad.
El combate contra la delincuencia desencadena la persecución de los jóvenes pobres: son ellos la principal amenaza. Y la guerra tiene su frente en la calles. En lo que va del año, solo en Rosario, donde se sigue un registro más detallado, el gatillo de las fuerzas de seguridad mató a 17 personas, más que las 15 muertes provocadas por episodios de inseguridad. Según el Servicio Público Provincial de la Defensa Pena, de diciembre del año pasado, a abril de éste año, se registraron 187 casos de torturas por parte de las fuerzas de seguridad provinciales. El 43% de las víctimas tiene entre 19 y 29 años; un 12% es menor de edad.
Los 350 manifestantes que caminaron hasta la Plaza de Mayo, como los otros que se movilizaron en los otros sitios, no estaban más que exigiendo la traducción en garantías concretas del discurso manodurista que propone aplastar el crimen mediante una mayor represión y fuerza de castigos, un aval político a las prácticas de disciplinamiento que llevan adelante sobretodo en las barriadas periféricas de las ciudades, un permiso para actuar más libres y sin objeciones de forma: que la Justicia descargue “el peso de la ley contra los delincuentes detenidos”.
El correcto policía
Emiliano tenía dos o tres meses en la policía. Había abandonado un trabajo en una estación de servicio por su vocación: quería incorporarse a la fuerza como su papá y hacer carrera, una diferencia notoria respecto a esa porción de agentes que se suman tan solo como un modo de ganarse la vida. En un contexto en donde los cupos para integrarse a la fuerza se abren de a miles y se ofrecen distintas facilidades, ser policía es un trabajo asegurado. Pero Emiliano quería ganarse el oficio, obedecer la imagen de policía como hombre de ley, protector y ejemplo moral. Ser uno de esos tantos policías que cumplen sus tareas en las calles, que se exponen a la intensidad de los hechos cotidianos, que son la cara visible de la fuerza. Y son los principales muertos: la mayoría de los policías que mueren en los episodios de violencia pertenecen a la franja más baja: de rango y posición social. Son tan pobres como los que persiguen como portadores del delito. Cambia la gorra-visera, cambia el bando, pero el destino es similar.
“Estamos en un nivel de clase media, si bien hay un cierto porcentaje, pero es menor. Por lo menos en lo que me toca particularmente. Generalmente el gran porcentaje de los que mueren son los de calle, los suboficiales, o los oficiales de bajo rango. Yo estuve casi siempre en tareas administrativas, anduve poco en la calle. Los mandos de conducción se dedican a eso, a ordenar los operativos. Pero en muchos casos, en los procedimientos, a la cabeza va el oficial de rango, supervisa y ordena. El jefe tiene que dar el ejemplo, pero el más expuesto generalmente es el de menor rango”, dice Celis.
La conformación de la institución policial, sin embargo, tiene pliegues de desigualdad al interior y que se fueron produciendo y acentuando en el proceso en el que la institución policial fue cobrando autonomía respecto del poder político y cobrando una magnitud tal que le permite participar de la ilegalidad y actuar como facilitadores del delito. La fuerza que se asume como la que debe bregar por el orden, actúa como generadora del desorden: en esa dinámica, se cruzan las realidades de la corrupción y la complicidad del conjunto de la institución, con las tareas individuales desempeñadas por cada uno de los integrantes, sostenidas en muchos casos en esa imagen del policía dador de orden y tranquilidad. En uno y otro caso, las víctimas que se cobran suelen parecerse muchísimo.