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Dolores Molina según la mirada de Roberto Ledesma

(PR/Norma Migueles) Hace cuatro años Roberto Ledesma, ilustre hacedor de la cultura local, más allá de sus dotes de escritor, compartió este hermoso relato donde cuenta quién fue Dolores Molina, una de las primeras habitantes de la población que tuvo el gusto de conocer de primera mano. Hace algunos años atrás encabezó un movimiento para hacer un homenaje a esta hija de la tierra y hoy una plazoleta ubicada en Barrio San Cayetano lleva su nombre. 

Roberto ilustró, en este texto dado a conocer el 26 de abril de 2020, primero el contexto, que nos permite conocer los albores de la ya hoy creciente ciudad  y luego describió a Dolores, recuperando sus recuerdos de hija de la tierra. Siendo él un hombre generoso, me tomé el atrevimiento de reproducir el escrito, en homenaje a este hombre que tanto contribuyó a la cultura venadense. 

Fines de siglo

Corría el año 1880, la última década de un siglo fundacional de la república; y se iniciaba en nuestra región del sur santafesino una fuerte corriente colonizadora. Pasado ya el peligro del indio, amo y señor de estas llanuras; silenciado su grito de guerra y en ruinas convertidos los últimos fortines. El camino de la nunca bien definida “civilización” estaba abierto a los hombres de buena voluntad que quisieran habitar estos lugares.

Y fue una vorágine de empresarios y aventureros con capitales o sin ellos, similar a la fiebre del oro del país del norte del continente la que arrasó esta llanura fértil. Entonces, se alzaron banderas de remate en todo el sur santafesino, la tierra se dividió en diez…, en cien…, en mil y en miles de miles de partes. Al fin la gran torta de bodas estaba servida y llegaron entonces los verdaderos hacedores de la transformación de estos lugares: los inmigrantes, hombres y mujeres de trabajo, con su carga de dolor y  de nostalgia.

Los hijos de la tierra

Los pocos pobladores nativos de estos lugares, sin posibilidades de comprar tierras; algunos descendientes de fortineros, otros indios mansos pasaron a integrar las legiones de peones de las nuevas estancias.  

A los demás se los tragó el silencio de la llanura. Pero quedó entre aquellos pocos antiguos pobladores, una mujer india que como un símbolo de esa raza sufrida; Dolores Molina era su nombre.

Quizás solo  fue el destino el que no le permitió partir hacia el sur con sus hermanos; y ese mismo destino suyo el que permitió que estuviese entre nosotros tanto tiempo como testimonio vivo de una raza bravía que alguna vez fue dueña de estos lugares. 

Silenciosa, con el silencio sabio de la nobleza de su origen. Nunca la oí quejarse, humilde, con esa humildad filosófica que guardan las rocas, pero erguida con su orgullo de mujer y de india.

Esta Dolores

Esta Dolores Molina que estaba aquí desde antes de la fundación de la ciudad, fue lavandera de los nuevos señores, sirvienta o curandera, hasta que se compró una vaca. Entonces sí la incipiente población vio un personaje que se convirtió en un clásico de aquellos días. Dolores de puerta en puerta vendiendo leche al pie de la vaca.

No es fácil imaginar aquellas primeras épocas sin pensar en los olvidos. Ella que estuvo aquí desde siempre, terminó siendo una extranjera en medio de inmigrantes de todas las razas y religiones. 

La problemática natural de cada uno con su desarraigo a cuestas la fue dejando aparte, y esa marginación convirtiéndola en una figura triste y solitaria.

Sola y olvidada

Pero lo más incomprensible es que, habiendo vivido mucho más de cien años, viendo pasar tantas generaciones; cuando la conocí, (en los umbrales de su partida definitiva), estaba arrinconada en el último pedacito de tierra que le quedaba, solita, con un perro por toda compañía. Su figura era la imagen de una rama rugosa y resquebrajada. Desde su solo ojo, una lágrima persistente, parecía llorar a cada instante, tantos olvidos.

Perdida en una casi permanente nebulosa, hablaba de malones, de gringos, de alambrados, de fortines, de ranchadas y, después de un breve silencio, nos hablaba de gaviotas.

La última tarde que visitamos a Dolores Molina, a una pregunta de un amigo (Tato Narváez), que quería saber cuántos años tenía, sintetizó en pocas palabras toda su vida ¿Cuántos años tiene Doña “Lola”? Y ella respondió: “Soy más vieja que el Venau Tuerto… y tuerta como el venau”.

Un 26 de julio de 1975 en horas de la mañana, moría Dolores Molina. Un grupo reducido de amigos la llevamos hasta su última morada; y después, como una fría lápida del tiempo, el olvido total cayó sobre su tumba.

Máximo Roberto Ledesma.

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