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San Luis. Dejó Buenos Aires para criar llamas en el último bastión del imperio inca

Gustavo Klappenbach y su mujer, Julia San Martín, viven en Antu Ruca, una reserva natural en las sierras puntanas de Inti Huasi.

“Somos reserva. Eso quiere decir que no faenamos las llamas, ni les damos complementos. No usamos fertilizantes de suelos y preservamos el lugar interviniendo lo menos posible. Solo acompañamos el desarrollo de la tropilla”, me adelanta Gustavo Klappenbach mientras me invita a ver cómo arrea sus llamas hasta el corral con un sonoro “¡vaaaaaamos!” y silbidos. Estamos en Antu Ruca, su casa, campo, taller y restaurante en la localidad de Inti Huasi, al norte de San Luis, después de que la RP 10 se desprende de la RP 36. Aquí no solo cría llamas donde hace cientos de años no había, sino que además recibe turistas.

¿Cómo llegó hasta acá? Gustavo es de Buenos Aires y está casado con Julia San Martín, que es puntana. Son docentes y vivían en Del Viso, partido de Pilar, donde tienen un centro terapéutico para niños con capacidades especiales. “Vinimos un verano a visitar a mi cuñado y me enamoré de esta zona, paraje La Primavera. Le dije: ‘si sabés de algún terreno, avísame’. Era más bien un delirio, que mi cuñado se tomó muy enserio. A los tres meses, mientras yo ya estaba de nuevo trabajando y me había olvidado completamente de eso que le había dicho en vacaciones, me llamó para decirme: ‘tengo cinco terrenos para que vengan a ver’. Vine por compromiso, más que otra cosa”, recuerda Gustavo.

Entonces sigue: “Me gustó mucho este lugar: era una maravilla. El agua corría por todos lados… Aunque el rancho daba miedo. Estaba abandonando, roto y en ruinas. Pero tenía algo de historia. Había sido bautizado Rancho Sabio en el año 1964 por un arquitecto para una tesis de arquitectura sustentable. Como para que me digan que no y sacarme el problema de encima, hice una oferta absurda. Pero me dijeron que sí. Entonces dudé: ‘¿qué estaba comprando?’ Le mostré los papeles a una escribana y me aseguró que estaba todo en orden. No nos quedó otra: hicimos el cambio de vida. Compramos en 2006 y hace trece años que estamos instalados. Pero todo fue de a poco”, aclara este docente de maneras tranquilas y voz suave.

Con las llamas empezaron porque conocen las técnicas de hilado y tejido desde hace años, gracias a una catamarqueña. Las ponían en práctica en el centro terapéutico. “A los chicos con autismo les viene bien el hilado como terapia. Les gusta hacer girar las cosas y acá lo hacen con una actividad que cobra sentido”, cuenta el docente sobre una de las metodologías en el espacio que quedó funcionando con María Luz, una de las hijas de Julia –tiene dos más–, mientras que Gustavo tiene uno. En total tienen seis nietos. “Cuando supimos que en este terreno había fósiles de llama nos pareció interesante reintroducirla. Acá vivían los huarpes, que fueron parte del último bastión del imperio inca”, agrega Gustavo, que empezó con diez ejemplares y hoy tiene ochenta.

Entretejidos que son sustentables

Lo que no imaginaron es que se dedicarían al turismo. Ocurre que mientras criaban los animales, notaron que además de dar muy buen hilo generaban atención en la gente. Muchos paraban a sacarse fotos. Entonces pusieron horarios, un precio de entrada que es accesible y reciben turistas para participar del arreo. Luego sumaron una casa de té y restaurante, para completar la experiencia que termina en el taller, con el hilado. Además, en algún momento contaron con albergue.

En el campo de 80 hectáreas tienen cinco potreros de pirca reconstruida, y algo de alambrado. La rotación por los potreros se hace en función de la necesidad de pastura. “Las llamas dejan grandes manchones de guano porque bostean un año y medio en un mismo lugar. Luego lo abandonan y cuando el pasto crece, al año siguiente, lo comen. No son como las vacas que bostean por todos lados. Es conmovedor ver cómo administran sus pasturas. Están acostumbradas a la pobreza del suelo”, detalla Gustavo.

El puma es el único peligro real de estos animales curiosos y algo miedosos, que suelen dar una cría al año, entre los 3 y los 12 de vida. “Comen coirón, pasto y hojas de los árboles. Tienen dientes de corte abajo, y arriba, un rodete dentario, que es la encía pelada. Por eso cortan el pasto, pero no lo arrancan de raíz”, cuenta Gustavo una vez que estamos dentro del corral repleto de estas las llamas que invitan a la selfie.

Las llamas no dan lana –que es de fibra maciza–, sino que dan pelo, que es hueco, por eso liviano y térmico. Puede ser de colores negro (aunque por fuera se vea café), y de más de treinta tonos de marrón distinto, blanco o gris. En cuanto a la calidad, en comparación con otros camélidos, el pelo de llama es mejor que el de guanaco, pero menos valioso que el de alpaca y el de vicuña, que es el mejor de todos.

Las llamas se esquilan una vez al año –en el mejor de los casos–, siempre con tijeras. Ofrecen pelos de entre 10 y 12 centímetros de largo que sirven para la rueca. “De una llama se obtiene alrededor de dos kilos de pelo. Porque del vellón hay que cortar lo que no sirve. Una vez que está limpito, se hila por torsión, siempre desde el lado dónde está la fibra. Se puede usar el huso, que es la herramienta que usaban los indios, pero ahora contamos con la rueca, que es este invento chino con pedales”, explica y demuestra Julia mientras el hilo va tomando forma en Antu Ruca, esta casa, reserva y taller que en mapuche significa casa del sol, al igual que Inti Huasi en quechua.

Datos útiles:

Reserva Antu Ruca. RP 41, paraje La Primavera. T: (266) 4330679 / (11) 6132 3558. www.anturuca.com.ar. Gustavo y Julia reciben visitantes en su casa de campo donde crían llamas para obtener hilo. Con horarios previamente estipulados, hacen paseos para mostrar cómo las arrean y cómo trabajan en el taller. Hay que reservar para participar. Es toda una lección de sabiduría, paciencia y vida en contacto con la naturaleza. Además, tienen un restaurante donde ofrecen almuerzo y té, para antes o después de la salida. El arreo, desde $1.000 para mayores de 12 años; menores, $509.

 

 

Fuente: La Nacion

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